Navegar

Poner la Mesa: Un Ritual que Transforma lo Cotidiano en Algo Extraordinario

Anfitrionomía

El blog:

En mi casa, poner la mesa nunca fue un detalle menor. Desde que tengo memoria, mi mamá la preparaba con el mismo esmero para el desayuno en la terraza que para una cena formal. Siempre había flores, manteles impecables y, por supuesto, velas encendidas por la noche. No importaba si era una comida entre semana o una celebración, la mesa siempre estaba lista para recibirnos, porque en su mundo, compartir la comida era un acto sagrado.

La cena era un ritual inquebrantable. Nos sentábamos siempre en el mismo orden, como si cada quien tuviera un lugar predestinado. Mi papá en un extremo de la mesa y mi mamá en el otro. A su derecha, mi hermano Rufo; yo a la derecha de Rufo. A la izquierda de mi mamá, Lucía, con Lorenza a su izquierda. Y yo, con mis piecitos colgando de la silla, tenía a mi papá a la derecha. Él, a su vez, tenía a Lorenza a su derecha. Era una mesa larga y ovalada, y aunque en la casa de mis amigas sus papás se sentaban juntos, en la mía cada uno tenía su cabecera.

Hoy entiendo que esa distribución reflejaba más que una costumbre; era un símbolo del balance con el que mis padres nos educaron y de la forma en que participaron en nuestras vidas. Mi papá, arquitecto, ordenado, metódico y sereno, hacía yoga y meditación trascendental desde que tengo uso de razón, décadas antes de que se volviera algo común. Mi mamá, imparable, siempre con un emprendimiento entre manos, con una receta nueva, con una idea para mejorar algo. Jugaba tenis, nos hacía nuestros disfraces con la costurera cuando yo solo soñaba con los de plástico brillante y máscara rígida de tienda. Nunca tuve una de esas. Me molestaba entonces, pero más adelante entendí la diferencia y aprendí a valorar lo que hizo en mi vida.

Disfraz hecho por mi mamá en el tea party de mi hermana Lucia. La mesa con flores naturales siempre.

Así como la casa de Barbie que me hizo mi papá. Yo quería la rosa chillante de plástico de Mattel, pero él me hizo la mía. Como una gran maqueta de arquitecto, con dimensiones exactas para que Barbie cupiera perfectamente. Tenía acabados de verdad: pisos de madera, alfombra en el cuarto principal y hasta una cocina con piso de fórmica. Se me aguadan los ojos al pensar en lo que fue tener unos padres tan creativos, que me dedicaran tanto tiempo.

Por eso, amo lo natural, lo auténtico y lo original. Sin darme cuenta, ellos marcaron lo que soy. Grandes lectores ambos, creativos los dos, artistas los dos.

Y quizás por eso mismo, para mi mamá la mesa nunca fue un simple lugar donde comer, sino un escenario para la vida. Vestirnos bien para cenar era parte de la rutina. No fachas, no pijamas. No porque fuéramos ceremoniosos, sino porque la mesa era un reflejo de quienes éramos: si ella ponía un mantel bonito, con copas de cristal (aunque mis manitas apenas pudieran sostenerlas), lo mínimo que podíamos hacer era presentarnos con respeto a esa escena.

De ella también aprendí que hay tradiciones que evolucionan y otras que permanecen. Nunca usó servilleteros. Me explicaba que en el pasado servían para identificar la servilleta de cada persona cuando se reutilizaban por varios días, antes de que existieran los detergentes modernos. Hoy hay servilleteros de ratán, plata y hasta decorativos, pero ella sigue sin usarlos. Yo, en cambio, soy más flexible. Me encanta recordar sus reglas, pero también me permito adaptarlas con libertad.

Y es que, aunque los tiempos han cambiado—las copas de vino son ahora enormes, las servilletas aparecen en nudos, bajo el plato o sobre él—hay cosas que no dejan de ser esenciales. El orden de los cubiertos, la armonía de la mesa, el cuidado en cada detalle. Una mesa bien puesta no es una cuestión de formalidad, sino de amor. Porque cuando creamos un espacio lindo para compartir, también estamos construyendo recuerdos.

Qué bendición que en ese tiempo no existían los celulares. Nos mirábamos a los ojos, nos reíamos, peleábamos, nos contábamos el día, sin distracciones. Y aunque los tiempos han cambiado, la necesidad de conexión sigue siendo la misma. Tal vez hoy cueste más trabajo lograrlo, pero vale la pena hacer el esfuerzo de apagar las pantallas y sentarnos a la mesa como antes, aunque sea por un rato.

Por eso, he preparado una guía con imágenes para que puedas hacer de este hábito algo natural en tu casa. No importa si es para el desayuno en familia o para recibir invitados, cuando poner la mesa con esmero se convierte en parte de tu rutina, no solo disfrutas más cada comida, sino que el día que recibas, lo harás sin estrés, con la misma naturalidad con la que mi mamá nos enseñó a hacerlo.

No se trata de perfección, sino de intención. De crear momentos que no se olvidan.

Espero que te sirva y que, al sentarte a la mesa, encuentres en ella no solo un lugar para comer, sino un espacio para fortalecer lazos, contar historias y crear memorias que, como en mi caso, durarán toda la vida.

Siempre con cariño,

Anamaria

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *